Kimberly Armengol
Han pasado ya dos años desde que el cielo de Gaza se convirtió en campo de exterminio frente a la pasividad de la comunidad internacional. Un genocidio que se reporta en tiempo real en redes sociales y que nadie ha sido capaz de detener (o ha querido, con la suficiente contundencia). Dos años desde que los niños viven en medio de la guerra, la orfandad y la hambruna. A estas alturas y en cifras conservadoras, más de 67 mil palestinos han muerto (la mayoría civiles, mujeres y niños). Otros dos millones sobreviven, entre ruinas, enfermedades, hambre y desesperanza. La Franja de Gaza se convirtió en un campo de concentración: hospitales arrasados, escuelas que son refugios y cementerios improvisados.
Este ataque sistemático y asimétrico ha sido una política sostenida y amparada por la impunidad. El gobierno de Benjamin Netanyahu opera sin rendir cuentas, protegido por aliados que miran hacia otro lado y le permiten comprar tiempo para que su ejército siga destruyendo y obstaculizando el acceso humanitario más básico. “Distinguidos miembros” de la comunidad internacional califican estos hechos como “crímenes de guerra”, “violaciones del derecho internacional” y “genocidio”, pero no las traducen en acciones y, en casos escandalosos, hasta boicotean las protestas de la sociedad civil nombrándolas, con todo el dolo del mundo, “antisionistas”. ¿El resultado? Una matanza que forma parte de la escenografía. Una bajeza, pues.
Gaza es un reflejo moral de un enfermo sistema internacional incapaz de detener la barbarie, un sistema perdido entre la burocracia, las alianzas y mezquinos intereses económicos. Dos años después, las resoluciones de la ONU continúan sirviendo para nada.
La hipocresía de los aliados
Mientras la sociedad civil llenamos las calles del mundo con consignas para detener el genocidio y exigir la libertad de Palestina; tratamos de cambiar la narrativa que los gobiernos no se atreven y exigimos que no homologuen a Hamás con el pueblo palestino, autoridades alrededor del mundo tratan de silenciar esas voces que les recuerdan su inmoralidad y complicidad con Netanyahu.
Decenas de políticos que por años han callado frente a las atrocidades ahora se muestran como aliados frente a la presión social cada vez más incontrolable. Presidentes y primeros ministros ahora reconocen al Estado palestino como si se tratara de una moda humanitaria en gesto tardío y que, más bien, busca limpiar sus manos sin ensuciarse demasiado.
La pregunta inevitable es: ¿por qué hasta ahora?, ¿por qué hasta que no se pueden esconder las imágenes de miles de niños acribillados o hambrientos? Este “reconocimiento” sin sanciones reales ni presión diplomática es más una forma de autoperdón que un acto de justicia. Estos mismos gobiernos, con sus declaraciones de solidaridad, continúan censurando a quienes se atreven a criticar al actual gobierno de Israel, evidentemente, porque toca los intereses del poder.
TRUMP SE IMPONE
Donald Trump vuelve a colocarse al centro. Como autoproclamado arquitecto de la paz (ansioso por un Nobel de la Paz) impulsa el proyecto de 20 puntos para detener la guerra. Trump busca esta victoria diplomática como prueba de liderazgo, mientras Netanyahu se hunde en su laberinto y su coalición de ultraderecha se tambalea.
Lo que es claro es que Netanyahu ya no marca el ritmo. Israel obedece, Estados Unidos se impone. Mientras continúa el caos burocrático, siguen muriendo niños, hombres y mujeres.
La impunidad se alimenta del silencio y la complicidad. Hay que gritar más fuerte y desde todas nuestras trincheras que ya basta.